Las paredes eran de un verde esmeralda envejecido, se notaban manchas de
manos, muebles, marcas de cuadros que alguna vez estuvieron allí por mucho
tiempo, hasta se podía notar que en algún momento esa habitación también fue
usada como cocina. Había periódicos en el suelo. Secciones de economía,
decoración y bastantes clasificados. Autos, departamentos en venta, casa en
alquiler. Una mesa sucia. Pintura, comida, cuadernos y recortes de periódico.
Una página entera con una entrevista al viceministro de turismo y comercio
exterior. Una foto a color. Lentes, corbata guinda, saco gris, reloj,
escritorio pulcro. La cama era semi-nueva. Sobresalía de entre todo como lo más
limpio. Debajo de ella una maleta cerrada con
candado. Sobre ella, Eugenia.
Miraba mi página de Intagram. Su laptop sobre una silla, Eugenia en el
suelo sobre un periódico. Se detuvo un momento sobre una foto mía en alta mar.
Miraba lo intenso del color del mar, del cielo, de la bandera de la
embarcación. Cerró los ojos, quiso imaginarlo; pero su mente la llevo a otro
lado.
La luz golpeando el agua que salía de un caño, y caía en un recipiente
plástico de color azul. Los moradores caminando. El bullicio del mercado,
mientras su mamá media en la balanza el peso de una bolsa llena de papas. El
camino de bajada que recientemente pavimentado. El local sindical de los
trabajadores mineros, con su techo de doble agua, coronada con la bandera
nacional. La montaña de roca blanca, beige, ocre; no se podía definir, el humo
que salía de las chimeneas de la refinería de metales, a las seis de la mañana
y a las seis de la noche, habían cubierto de extraños colores los riscos, las
rocas, el rio y su sangre.
Eugenia no recordaba su natal Tacna, solo estuvo allí sus dos primeros
años. Apenas tenía imágenes de Cusco donde estuvo algunos años más, en la casa
de la familia de su mamá. Recuerda el viaje a Lima, recuerda lo serpenteante de
la carretera. El cielo estrellado, que por las noches contemplaba al pasar por
Arequipa. Vuelve a ella las imágenes del camino a la Oroya. La nieve en Ticlio.
El tren de carga que pasa de madrugada. El desvió de las líneas férreas. El rio
Mantaro. El Ichu resplandeciente al amanecer. Las paradas de los buses con sus
vendedores ambulantes, subiendo y bajando. Los techos de plástico o de calamina
tintineantes por la lluvia.
Aun en esa habitación, puede sentir las gotas de lluvia piqueteando sus
brazos.
Mira el foco de su habitación con su luz blanca. Su mamá en la cocina le
decía que se quedaría ciega si seguía mirando directamente la luz. Su mamá
cocinaba y limpiaba en un restaurante, frente a la única posta médica de la
ciudad, y a unas cuadras del ingreso del personal ejecutivo de la minera. Los
obreros tenían otra puerta de ingreso. Para ellos les habían construido un
puente en el rio para que llegaran desde sus casas, atravesando el mercado y el
local sindical. El restaurante era de su tío, y concurría principalmente
profesionales de la ciudad. Médicos, enfermeros, maestros, abogados, ingenieros
de la minera, un notario con sus cliente, algunos charlatanes y chismosos. Nunca
había visto entrar a un turista. Sin lugar a duda, nadie que no tuviera que
trabajar en ese pueblo pararía ni para almorzar. De vez en cuando algún
extranjero pasaba por la acera. Y con paso relajado caminaba hacia la entrada
de la minera. Sin embargo, un día volviendo a pie de su colegio primario, vio
un auto estacionado frente al restaurante. Las mesas estaban vacías. Su tío
mirando televisión saluda, al principio no la deja pasar a la cocina, pero en
un movimiento rápido, dejando su único cuaderno en el suelo, llega a entrar;
como escurriéndose de entre la mentira.
Sus ojos se movían de una esquina a otra, sus cejas formaban un gran signo
de interrogación. Su mamá estaba allí, como triste y molesta de pie en la
cocina. Al otro extremo, sentado y con una mochila en su regazo, un señor, un
extranjero, barba menuda, cara cuadrada, nariz roja por el frio, cabello claro,
alto, y vestido como para escalar el Huascaran.
Su tío entró, y la tomo de la mano. A petición de su mamá, se fueron del
restaurante. Caminó de la mano de su tío por la zona comercial del pueblo.
Entraron a un local, los letreros fosforescentes del ingreso eran muy chillosos para verlos de día, subieron escaleras de
madera vieja, se sentaron y pidieron chocolate caliente. Como era de esperar no
hablaron del extranjero que vio en la cocina. Su tío no sabía nada, al menos
eso le dijo. Después de hablar del colegio y de la excursión a Huancayo
programada para fin de año, salieron del local de regreso al restaurante. El
auto se había ido. Su mamá preparaba chocolate para la cena. Por más que
insistía, solo le dijeron que el extranjero era un conocido de la familia que
venía a pagar una deuda. Eugenia, crédula, no interrogó más. Con los días,
llego a pensar que la deuda que el turista había pagado era enorme; porque en
su casa se empezó a hacer planes de comprarle nuevos jeans para su excursión a
Huancayo, de cambiarla al único colegio privado de la ciudad, donde solo hijos
de mineros jefes y ejecutivos asistían, allí profesores eran venidos directamente
de la Capital y le hacían exámenes de sangre mensual para controlar los niveles
de plomo.
Y así fue. Estudio mejor, se entero de la existencia de muchos lugares muy
diferentes y muy parecidos a la vez a su pueblo. Su tío se casó con una viuda
que tenía una hija. Su nueva prima era mayor, y le decía que no venia venir la
hora de irse a Lima. Eugenia que no pensaba en eso, tuvo que despedirse de ella
por que al llegar a tercero se fue con su mamá a la Capital. Todo pasó muy
rápido, tenían una casa de tres pisos que la alquilaban. Ellas vivían en un
cuarto. Todos la empujaban a superarse. Pero todo se detuvo de golpe. Un golpe
tan fuerte que le hizo olvidar que había ingresado a un buena universidad. Un
golpe que la obligo a reencontrarse con viejos familiares en el Cusco. Un golpe
que ni ella misma quiere recordar.
Negro, gris, dorado, rojo. El funeral de su madre fue la época que más
detesto. La indignación llego a niveles exponenciales cuando sus abuelos
querían repartirse sus bienes y su custodia. Huyó. Eugenia huyo para salvar su
individualidad. Esperó el momento y regresó a Lima. Solucionó los ocho meses
que había faltado a la universidad. Y empezó otra vez. Pero ahora era distinto.
No tenía a nadie que la animara. No tenia motivo para retarse. Se había agotado
la sucesión lógica y esperable de hechos en su vida. Ahora lo que pasara era
consecuencia directa de lo que hiciera. No había defensa. Era fácil arruinarlo
todo. Detesto lo liviano y frágil que se había vuelto su vida. Detesto al
extranjero que había entrado a su cocina.
Esas paredes sucias y esos periódicos en el suelo, le recordaban sus nuevas
fortalezas. Miró por la ventana exactamente a las ocho, y me vio allí de pie,
en la esquina de al frente, al costado de una farmacia. Sus cejas formaron un
signo de admiración.
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Pronto: Parte 07 "Luces enceguecedoras"
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